Sumérgete en historias inspiradas en "como pez fuera del agua" o "aguas tranquilas son profundas". Descubre relatos únicos y emotivos.
Desde el primer momento en que Elara puso un pie en Ojo de Agua, se sintió como un pez fuera del agua. Acostumbrada al asfalto gris de la ciudad, al zumbido constante de la tecnología y a la eficiencia sin contemplaciones, el pequeño pueblo incrustado en la densa selva amazónica era un choque sensorial violento. El aire era denso con la humedad, el olor a tierra mojada y a vegetación en descomposición le embargaba los pulmones, y el silencio, ese silencio espeso roto solo por el susurro casi constante del río y el canto de aves exóticas, era ensordecedor para sus oídos de urbanita.
Elara había sido enviada por una fundación ambiental para documentar la flora y fauna de la región, un proyecto de conservación que, según sus colegas, era una oportunidad "única". Para ella, al principio, era una sentencia. Sus botas de expedición, nuevas e impolutas, se hundían en el lodo rojizo a cada paso, salpicando sus pantalones técnicos. Sus aparatos electrónicos, diseñados para rastrear señales satelitales y grabar datos, luchaban contra la humedad y la falta de cobertura. Se sentía ineficaz, torpe, y profundamente incómoda.
La gente del pueblo la observaba con una curiosidad tranquila, casi reverente. Especialmente uno, un anciano llamado Mateo, con la piel curtida por el sol y los años, y unos ojos que parecían haber visto la historia del propio río. Mateo era el guía que la fundación había asignado a Elara. Hablaba poco, y cuando lo hacía, sus palabras eran como aforismos envueltos en el murmullo del viento. Elara, en su impaciencia, lo encontraba exasperante. Necesitaba datos, coordenadas, especímenes; Mateo le ofrecía historias sobre el espíritu de la ceiba o el canto de la anaconda.
Un día, mientras intentaban llegar a una quebrada remota donde se rumoreaba que crecía una orquídea rara, se perdieron. O, más bien, Elara se perdió. Mateo caminaba con una certeza silenciosa, pero ella, confiando en su GPS, insistió en tomar un desvío que el aparato marcaba como "más corto". La ruta resultó ser un laberinto de vegetación impenetrable y terreno pantanoso. El sol comenzó a caer, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras dramáticos. Elara sintió un pánico creciente. Su teléfono no tenía señal, su batería estaba baja, y cada hoja, cada sombra, cobraba una forma amenazante.
"Estamos perdidos, Mateo," dijo con un hilo de voz, la frustración mutando en miedo. "Mi mapa no sirve aquí."
Mateo la miró, sus ojos oscuros y profundos. No había reproche, solo una comprensión serena. "El río no necesita mapas, niña. Él sabe a dónde va."
Elara quiso replicar, pero se calló. Entonces, Mateo agudizó el oído. Se quedó inmóvil por un largo momento, casi respirando con la selva. Luego, sin decir una palabra, se giró y comenzó a caminar en una dirección completamente diferente a la que el GPS de Elara habría indicado. Ella, sin otra opción, lo siguió.
Caminaron en silencio durante lo que parecieron horas, el crepúsculo transformándose en una noche estrellada y profunda. Elara tropezaba, se arañaba, cada vez más exhausta y desesperada. Pero Mateo seguía adelante, sus pasos firmes y sin esfuerzo. Eventualmente, Elara comenzó a escuchar un sonido, al principio apenas un susurro, luego un caudal más claro. El río.
Llegaron a la orilla del río Ojo de Agua apenas cuando la luna iluminaba el sendero. Mateo se sentó junto al agua, sacó una pequeña bolsa de hojas de coca y comenzó a masticar lentamente. Elara se desplomó a su lado, la ropa empapada en sudor y barro, el cuerpo dolorido, pero una extraña calma comenzaba a apoderarse de ella. Habían llegado.
"¿Cómo lo supiste?" preguntó finalmente, su voz apenas un murmullo.
Mateo esperó un momento, mirando el reflejo de la luna en la superficie tranquila del agua. "La selva habla. Uno solo debe aprender a escuchar. El río también. Tiene un pulso, un aroma que lo guía a uno incluso en la oscuridad. Tú buscas la señal de un satélite. Yo busco la señal del agua, del viento, de la tierra." Hizo una pausa. "Dicen que las aguas tranquilas son profundas, niña. Lo mismo pasa con la tierra, con el aire. Y con la gente."
Elara miró al anciano. Había subestimado su sabiduría, su conocimiento íntimo de ese ecosistema, considerándolo mera superstición. Se había sentido superior, armada con su ciencia y tecnología, pero en ese entorno, su arsenal era inútil. Mateo, en su silencio, en su aparente simplicidad, poseía una profundidad de conocimiento y conexión que ella apenas podía empezar a comprender. Él era el río, tranquilo en la superficie, pero con corrientes poderosas y secretos milenarios bajo ella.
En los días que siguieron, Elara empezó a escuchar. A Mateo, a la selva, al río. Aprendió a identificar el canto de las aves no solo por su especie, sino por su significado en el lenguaje no dicho de la selva. Aprendió a sentir la tierra bajo sus pies, a leer las señales sutiles de la naturaleza. Todavía se sentía algo "fuera del agua" en Ojo de Agua, pero ya no con la misma desesperación. Había empezado a desarrollar agallas que le permitían respirar en ese nuevo elemento, gracias a las profundidades silenciosas y sabias de Mateo. Su misión de documentar la selva había tomado un nuevo significado: no solo registrar lo que veía, sino aprender a sentir lo que la rodeaba. Y en esa conexión, encontró una paz que la ciudad jamás le había ofrecido.
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