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Pero la de la calle Álamo 19 tenía uno en su buzón.
Nadie sabía quién había vivido allí antes. La fachada estaba descascarada, las ventanas selladas con tablas y el jardín cubierto de maleza.
Una mañana, Clara, una joven restauradora, llegó al lugar con la intención de devolverle vida.
Mientras limpiaba la entrada, encontró algo: una carta amarillenta, sin remitente, sin sello, sin fecha.
Solo su nombre: “Para ti, Clara.”
Ella no entendió cómo era posible.
Nadie sabía que había comprado la casa.
Nadie, excepto ella misma.
La carta estaba sellada con cera negra.
Cuando la sostuvo, el aire se volvió más frío.
Podría haberse deshecho de ella, claro, pero… hay curiosidades que no se apagan con la razón.
Así que la abrió.
Dentro había una sola hoja, escrita con tinta que parecía moverse ligeramente, como si aún no terminara de secarse.
El texto decía:
“No subas al ático. No busques la otra mitad de esta carta.
No creas lo que diga la voz que lleva tu nombre.”
Clara rió nerviosa.
No había ático en la casa —o al menos eso creía.
Esa noche, mientras revisaba los planos originales, vio un detalle apenas visible:
una escalera oculta detrás del muro del pasillo.
La encontró.
Subió.
El aire olía a polvo y a algo más… algo húmedo, metálico.
En una mesa, bajo una lámpara rota, había otra carta.
La misma letra.
El mismo sello negro.
Y al abrirla, la tinta volvió a moverse.
“Demasiado tarde, Clara. Ya terminaste de leerla.”
Dicen que los vecinos la escucharon reír, o llorar, o ambas cosas.
Algunos aseguran que aún hay luz en el ático, aunque la casa lleva años vacía.
Yo no he querido comprobarlo.
Pero, curiosamente, esta mañana encontré en mi buzón una carta sin remitente.
Y en el sobre, mi nombre.
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