El Suspiro de la Corona y otras Tragedias Domésticas

Historia corta sarcástica sobre un rey miserable, una brisa molesta, un edicto real absurdo, un bufón cínico y una búsqueda épica por la felicidad. Cuento satírico sobre la absurdidad del poder y la búsqueda de lo simple.

La brisa rozó la piel del Rey Aloysius con la delicadeza de un ladrón probando la cerradura de una joyería. No era un soplo refrescante y vital, no, eso sería demasiado pedante. Era una brisa cobarde, que se colaba por la ventana abierta del salón del trono como si pidiera permiso. Y al Rey Aloysius, Gobernante Supremo de los Siete Valles, Cazador del Gran Zorro de Jade, y Última Esperanza para que alguien recordara su cumpleaños, le pareció la sensación más irritante que había experimentado en toda la semana.

—¡Por la barba teñida de mi abuelo! —exclamó, apartando un pergamino de impuestos como si le hubiera insultado—. ¿Quién se atreve a permitir esta… esta ventosidad ambiental en mi presencia real?

Su bufón, un tipo llamado Pip con la expresión de alguien que ha visto cómo se forma una salchicha, dejó de hacer malabares con tres cuchillos oxidados. —Se le llama ‘brisa’, Su Majestad. Un fenómeno meteorológico común que implica el movimiento de masas de aire. Se dice que los plebeyos la encuentran… agradable.

—¡Agradable! —escupió Aloysius, encogiéndose dentro de su túnica de terciopelo—. ¡Es un asalto a mi regia tranquilidad! Me eriza los pelos del brazo. Me despeina la corona. Me recuerda que hay un mundo allá fuera, lleno de… de naturaleza. Es completamente inaceptable.

Y así, en un arrebato de innovadora incompetencia, el Rey Aloysius emitió el Edicto Real 742-B: La Prohibición de la Brisa Molesta. Se destinaron recursos exorbitantes —suficientes para alimentar a un pueblo durante un invierno— a construir un sistema de gestión ambiental compuesto por gigantescos abanicos de plumas de faisán, operados por cincuenta hombres sudorosos, para crear una "brisa artificial aprobada por la corona" que soplara siempre en la dirección correcta y a la intensidad adecuada (casi nula).

El resultado, como era de esperar, fue un fracaso catastrófico. El aire se volvió viciado, los abanicos sonaban como un ejército de gorgoteos estomacales, y los hombres sudorosos, bueno, sudaban, creando su propia y desagradable brisa húmeda.

—Su Majestad —dijo Pip, esquivando una gota de sudor real—, quizás el problema no es la brisa, sino su perspectiva única. He oído rumores, susurrados en el viento, por supuesto, de un lugar llamado el Valle del Susurro Sereno. Dicen que allí la brisa no es una molestia, sino una experiencia transformadora.

Aloysius, aburrido de su nuevo juguete fallido, decidió que esto sonaba a una aventura épica que justificaba no escuchar peticiones de audiencia. Montó en su corcel menos temperamental y partió, seguido por un séquito de caballeros que se quejaban del polvo.

Tras días de viaje, durante los cuales la brisa natural se tomó la libertad audaz de enredarle aún más el cabello, llegó al valle. Y allí, oh sorpresa reveladora, no había nada especial. Solo hierba, unos árboles, y sí, una brisa suave. Pero sin trono, sin edictos, sin expectativas, Aloysius se tumbó en la hierba. Y entonces, la brisa rozó su piel.

Pero esta vez no fue un ladrón. Fue un suspiro. Un suspiro del mundo. Le acarició la frente, secó el sudor de su sien y le trajo el olor a tierra mojada y flores silvestres. No era una solución mágica, ni un concepto revolucionario. Era simplemente… agradable. Una satisfacción profunda se instaló en él, más cálida que cualquier manto de armiño.

Regresó a su castillo, no como un conquistador, sino como un hombre que ha tenido una idea terriblemente obvia. Su primer decreto fue desmantelar los abanicos. El segundo fue abrir todas las ventanas del reino.

—¿Y el Edicto 742-B, Su Majestad? —preguntó Pip, con una sonrisa que bordea lo insolente.

—Que lo lleve la brisa —dijo Aloysius, mientras una ventosa corriente de aire le robaba su peluca y la enviaba a volar sobre los jardines, en lo que sin duda fue el momento más auténtico y, por supuesto, irónico, de todo su reinado.

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